La intimidad es como un pozo interminable sobre el cual podemos ir cavando y cavando, un pozo que no tiene fin. En esas profundidades podemos conocer al Señor a través de la contemplación. En las Escrituras se nos llama repetidamente a contemplar y deleitarnos en el Señor. El corazón humano anhela la belleza y la busca. Nuestros ojos desean contemplar lo que es agradable, y cuando descubrimos la belleza, anhelamos convertirnos en lo que contemplamos. En 2 Corintios 3:18 se nos muestra que somos transformados a medida que contemplamos al Señor. Para descubrir la belleza de Jesús, se requiere la obra del Espíritu Santo en nuestro corazón. Él nos da espíritu de revelación y sabiduría en el conocimiento de Cristo (Efesios 1:17-19).

“Si queremos contemplar a Dios, debemos convertirnos en eruditos de la belleza inagotable de Jesús.”

Sólo podremos deleitarnos y contemplar al Señor si logramos comprender que nuestra alma es insaciable; ella se alimenta de todo lo que se le exponga. El apóstol Pablo tenía un enfoque en su vida: “Me propuse más bien, estando entre ustedes, no saber de cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de este crucificado” (1 Corintios 2:2). La intimidad no es un camino hacia las recompensas celestiales, sino hacia Cristo. Pablo nunca anheló las recompensas celestiales, sino estar con Dios (Filipenses 1:21–23).

De la misma manera, sólo podremos construir una morada para el Señor si nuestro corazón comienza a ser verdaderamente “herido”, como el de David (Salmo 132). David fue cautivado por la belleza de Cristo y gastó su vida preparando un lugar para Su presencia. Estos 21 días de ayuno y oración pueden ser el detonante. Ayunamos como una declaración de que no podemos disfrutar plenamente nuestras bendiciones mientras Jesús no está físicamente con nosotros (Mateo 9:15). No podemos descansar hasta que Jesús regrese y tenga Su lugar de descanso.